Los iraníes critican los errores del régimen y temen tensiones en el país
La revolución iraní fue en 1979 y, no obstante, cuatro décadas más tarde Estados Unidos sigue siendo el gran enemigo exterior que aúna a la población
Las nuevas sanciones ordenadas por Donald Trump, junto a los endémicos problemas internos de corrupción y mala gestión, han llevado a Irán a un punto crítico
La luna apareció como un gran balón rojo detrás de la montaña rocosa en cuyas laderas la familia de Ali asienta sus carpas en verano. La señal de su móvil no llega a ese lugar remoto de los montes Zagros. Aunque no entendía lo que pasaba, no le quedaba más que esperar.
¡Qué sorpresa! Una sombra negra empezó a cubrir la luna llena del pasado 27 de julio hasta taparla por completo. Ali observaba perplejo. Pensó que era el fin del mundo y tembló del susto. Lo que pasaba, se explicaba a sí mismo, era el resultado final de todo lo malo que venía pasando en Irán en los últimos tiempos: la sequía y desaparición de decenas de arroyos junto a los que los nómadas han acampado por siglos, el aumento de los precios de los alimentos…
“Ellos no entienden mucho de economía ni de política, pero cuando van a la ciudad comentan con los otros nómadas la sequía; se dan cuenta de que los precios suben, de que los nómadas más jóvenes que han decidido asentarse en las ciudades han perdido el empleo y todo eso les crea preocupación. No entienden lo qué pasa”, explicaba Bahman, el hijo de Ali, al intentar dar sentido a la historia que su padre contaba varios días después.
La preocupación de Ali no era diferente a la de decenas de iraníes con los que nos habíamos encontrado. “La gente está perdida, no vemos opciones ni aquí ni afuera. Hay una gran incertidumbre”, había dicho días atrás Husein, un ingeniero civil que se gana la vida con el turismo en Yazd, una ciudad en el desierto en el centro del país.
En los últimos meses, especialmente después de que en mayo Donald Trump confirmó que retiraba a Estados Unidos del acuerdo nuclear y anunció la imposición de nuevas sanciones, la economía iraní ha vivido un terremoto. La “guerra económica”, como se conoce a las sanciones, ha tenido un fuerte efecto psicológico entre la población que cada vez es más consciente de otros problemas internos como la corrupción y la mala dirección de la economía. El sentimiento de que el país está en un momento crítico se ha hecho mayor. La información que difunden medios opositores desde el extranjero, algunas veces cierta y otras falsa o exagerada, ha ayudado a ampliar esta idea.
“Nos hacen creer que si protestamos el país acabará igual que Siria o Irak”
“La gente está muy descontenta, pero lo que más les molesta es la corrupción. Todos trabajamos mucho y sentimos que cada vez tenemos menos dinero, mientras que los de arriba se quedan con todo. Para esto no se hizo la revolución”, decía Husein. Las denuncias de corrupción se han convertido en un tema tan delicado que el líder supremo, que en el pasado trató de obviarlo, hizo un llamamiento público a la justicia para que persiga a los corruptos.
La moneda local, el rial, ha perdido más del 50% de su valor desde el comienzo del año y los precios han subido a un ritmo que tiene asustados a los ciudadanos, especialmente a esa gran multitud que vive de un sueldo fijo o de su pensión.
Ha habido cientos de huelgas en los últimos meses por decenas de motivos: cierres de empresas, bajos sueldos, y especialmente por la escasez de agua. Las autoridades aseguran que Irán vive la peor sequía de los últimos 50 años.
A las afueras de uno de los edificios gubernamentales de Isfahán –la tercera ciudad del país y el principal destino turístico– decenas de agricultores protestaban por la falta de agua, como resultado de malas decisiones políticas. Parte del agua de la provincia es canalizada hacia la región desértica de Yazd donde operan decenas de fábricas de aluminio, acero y otros metales.
Desde la carretera que atraviesa ese desierto donde el calor es inclemente se ven decenas de complejos industriales. “Aquí la situación económica no es tan mala porque la mayoría de la gente tiene trabajo. Pero entendemos que nuestro bienestar viene del sufrimiento de muchos en otras provincias”, decía un comerciante de Yazd. Este hombre también resaltaba que la gente que trabaja con el turismo, como él, vive en una gran incertidumbre.
Como en el resto de ciudades turísticas, en Yazd se han creado decenas de pequeños hoteles y restaurantes desde la firma del acuerdo nuclear en el 2015, pero nadie sabe si los viajeros seguirán llegando, y en qué número. KLM, Air France y British Airways han anunciado que desde otoño se cancelarán los vuelos a Irán.
En ningún otro lugar es tan evidente la sequía que vive Irán como en el río Sayandeh, que atraviesa Isfahán y que históricamente ha sido uno de los orgullos de la ciudad. Hoy el río es una especie de culebra desértica cuyo único encanto son sus puentes, con más de cuatro siglos de historia.
Aquella noche, decenas de hombres y mujeres se daban cita en los bajos del puente Jaju, el más imponente de todos. Entre los asistentes se encontraba Kaveh, ingeniero local que se dedica a reconstruir casas antiguas. “Algo está pasando, pero nadie sabe cuál va a ser el resultado”, aseguraba este hombre de 52 años que traía a la conversación un tema que salía con frecuencia durante el viaje: los elementos que unen a los iraníes como nación, pero también los retos a los que se enfrentan.
Isfahán y sus monumentos son uno de sus grandes orgullos, como también lo es Persépolis. Independiente de quien gobierne esta nación con más de 2.500 años de historia, y más allá de las diferentes etnias y creencias que habitan en este país cuyas fronteras no han cambiado en el último siglo, el sentimiento de nación está metido dentro de la piel de cada iraní. Su nacionalismo y amor por su cultura se extiende mucho más allá del lugar del mundo donde viven o su posición política.
La gran mayoría han condenado la “guerra económica”, cuyo verdadero efecto termina sufriéndolo la población. “Pero la gente empieza a hacerse preguntas. Por primera vez oigo hablar sobre cuáles son las opciones que podrían llegar desde fuera del país, como el hijo del sha –Mohamed Reza Pahlevi, que fue derrocado en 1979–, por ejemplo”, explicaba Kaveh. “Lo que detiene a la gente a pensar más allá es el miedo a que los enemigos de Irán se aprovechen del descontento de la población por temas como la economía o la corrupción, que cada vez es más evidente, y prendan fuego en provincias donde las etnias se sienten abandonadas. Tienen miedo de que Irán entre en una guerra que destruya el país”, explicaba. Se refiere a regiones como Kurdistán, Juzistán o Beluchistán –todas de mayoría suní, secta del islam mayoritaria en el mundo pero minoritaria en Irán– donde hay un sector de la población bastante disconforme con el trato que les da el Gobierno central.
Kaveh, como otros, aseguraba que el régimen está utilizando este miedo para tener a la gente con las brazos cruzados. “Nos quieren meter la idea de que si protestamos el país terminará igual que Irak o Siria”, decía este ingeniero junto al puente Jaju.
Sólo a un par de kilómetros de distancia, en el jardín del hotel Abasi, donde a los isfahaníes les encanta pasar las noches de verano, Husein pasaba un rato en compañía de su prima. Mientras la joven hablaba de las intenciones de su familia de trasladarse a Canadá en el futuro, por el bien de sus hijas, Husein, de 22 años, aseguraba que nunca dejaría el país. Que su misión era quedarse y defenderlo. Argumentaba que Irán está siendo atacado internacionalmente y que la población está siendo ingenua. “Se creen todo lo que les cuentan”, decía. Este joven mostraba otra cara de un país que, más allá de la posición política, tiene la idea de que se encuentra en un momento clave de su historia.